26 de noviembre de 2009

Periodismo en Bolivia: Escenas de una historia (sólo) basada en hechos reales

Santiago Espinoza A.**

Escena 1: Noche de turno en el periódico
Una llamada de último momento a la periodista del área policial alerta de un probable linchamiento en el poblado de Vacas, próximo a la región del Valle Alto cochabambino. Las víctimas serían dos policías delegados a la localidad. Con el recuerdo aún fresco de los tres policías ajusticiados en Epizana, en la redacción se desata una paranoia colectiva. Algunos compañeros sugieren a los que estamos de turno nocturno que nos embarquemos de una vez hacia Vacas; otros creen que es mejor confirmar más datos antes de lanzarnos a la aventura. Al final, le hago caso a los segundos y opto por permanecer un rato más en el diario a fin de buscar con insistencia –vía teléfono- a las fuentes policiales hasta desvirtuar o confirmar el hecho. El discado compulsivo de los móviles policiales se extiende hasta primeras horas del día siguiente, cuando me confirman que todo fue una falsa alarma. Así que todos de vuelta a casa, con anécdotas que contar, pero sin noticias sangrientas que publicar. No, todos no.
A la mañana siguiente, un diario sale a las calles denunciando, en su titular de tapa, el supuesto linchamiento de dos policías en Vacas… y con una foto (apócrifa, claro) del violento hecho cubriendo toda la portada. Al parecer, no todos los periodistas convocados por el rumor de la noche pasada se fueron hasta Vacas o insistieron hasta confirmar o desvirtuar con la Policía el suceso. Como fuere, lo cierto es que el diario en cuestión se mandó tamaña mentira como noticia, haciendo pasar por linchadores a todos los pobladores de una comunidad inocente que, aun a pesar de haber reclamado una sanción legal para los responsables de tal “negligencia”, ni siquiera habría merecido una nota rectificatoria.
Como reportero no son pocas las “metidas de pata” que comete uno en el desempeño de sus labores, pero, en todo caso, resultan ínfimas ante el número de ocasiones en que se sucumbe a la vergüenza ajena. En mi paso por esta profesión no recuerdo un episodio tan bochornoso como el relatado, el cual, por cierto, bien puede ilustrar varias de las taras/deficiencias identificadas por el Observatorio Nacional de Medios (Onadem) en el periodismo boliviano de los últimos años, sistematizadas y consignadas en la publicación que se presenta con el título Medios a la vista. Informe sobre el periodismo en Bolivia 2005-2008.
Al recordar este hecho, que no creo aislado sino sintomático, entiendo a cabalidad esa “baja de confianza ciudadana, el repunte de la improvisación profesional y el recurso frecuente del sensacionalismo” de las que habla este estudio al referirse a la crisis que atraviesa el periodismo boliviano de los últimos años. Bochornos como éste explican que representantes de las instituciones y organizaciones de la sociedad civil de las principales urbes del país crean, en un 49 por ciento, que hace cinco años los periodistas tenían más credibilidad que ahora, tal como lo demuestra una de las investigaciones compiladas en esta publicación. O que -circunscribiéndonos a nuestro entorno más cercano- un 67 por ciento de la ciudadanía cochabambina se manifieste insatisfecho con la imparcialidad de los medios, que un 64 por ciento tenga la misma sensación sobre su honestidad, que un 58 por ciento opine lo propio sobre su credibilidad y que un 54 por ciento desconfíe de su manejo de la verdad, por citar sólo algunos números de este estudio que hablan, con contundencia, de la maltrecha imagen que los medios y sus periodistas proyectan hacia la sociedad.
¿Que a nadie le importa la correspondencia de los hechos difundidos con la realidad capturada? ¿En qué queda la sujeción a criterios técnicos y éticos que garanticen la fiabilidad del mensaje publicado? Eso es lo de menos para muchas de las empresas mediáticas, en especial para las cadenas televisivas, que suelen operar atendiendo a la dictadura de la competencia mercantil y al impulso de soterrados intereses político-económicos. Voy a tratar de ilustrar nuevamente el asunto.

Escena 2: Tarde de monitoreo informativo
La red madre del sensacionalismo en Bolivia lanza la noticia de un accidente de tránsito reciente en la ciudad, apoyada de imágenes “en vivo” del automóvil que se volcó. Los datos principales -el “qué” y el “quién” de la noticia- , aunque precariamente, ya están señalados, por lo que sólo esperamos los complementarios que contextualicen el evento: el “cuándo”, el “dónde”, el “cómo” y el “por qué”. Pero éstos no llegan nunca. A lo sumo, se sobreentiende que el accidente se registró hace algunos instantes, pero de las circunstancias específicas no hay nada. Ni siquiera una referencia vaga al lugar del hecho. Sólo la imagen trémula de la vagoneta volcada y un fondo sonoro con la música de algún thriller cinematográfico.
Indignada, y dejando de lado su rol periodístico para asumir el de espectadora, la colega no llama a la Policía, sino al jefe de prensa del canal en cuestión, un amigo suyo. Le increpa por la falta de profesionalismo al difundir la noticia. Y él sólo atina a explicarle que vieron por conveniente no aportar más detalles del hecho y, en particular, del lugar del siniestro, por temor a que otros medios llegasen ahí y les arruinasen la exclusividad.
No encuentro mejor ejemplo de lo que el estudio del Onadem califica como la “nota semi-informativa”, un subgénero periodístico bastardo parido por la televisión, al que cabe identificar, entre otras señas, por la incoherencia entre el titular y el cuerpo de la noticia publicada, por presentar párrafos con ideas dispersas y no hechos inherentes al asunto principal que es objeto de difusión, y por una ausencia de datos que permitan al lector-radioyente-televidente tener una idea cabal del suceso. Se trata de una suerte de –Onadem dixit- “anti-modelo” periodístico que, lejos de crear certezas en la comunidad, despierta alarma, inseguridad y, en última instancia, desconfianza en la propia fuente generadora de información.
Y cómo crear certezas y generar confianza, si lo nuestro está cada vez más lejos de ser un ejercicio de reconstrucción de la realidad, y se acerca cada vez más al de la adaptación muy libre de la realidad, cuando no al de la invención descarada de ficciones (como la narrada al principio de estas líneas). Mientras los periodistas se extinguen, los “guionistas” se multiplican en el gremio. Parece que ahora importa tanto contar hechos reales como confeccionar historias “basadas en hechos reales” (algunas muy buenas, por cierto). Lo malo es que no es de cine de lo que hablamos. Y no son fines creativos los que dirigen la adaptación de hechos reales en el periodismo, sino afanes más perversos como la competencia mercantil y el combate político.
Ahora bien, sería ingenuo asumir que los periodistas no somos siquiera medianamente conscientes de estas taras. Lo somos. Pero mucho me temo que la actitud que prima no es la autocrítica, indispensable para encarar un proceso de reconducción de la profesión guiado por la búsqueda de mejores estándares de calidad técnica y ética en el registro, procesamiento y difusión de mensajes periodísticos. Al interior del gremio nos seduce la idea de que, en realidad, somos meras víctimas de las circunstancias, es decir, de las precarias condiciones de trabajo en que nos desenvolvemos (cosa cierta y ratificada también el documento del Onadem), de las presiones político-empresariales que ejercen nuestros empleadores y, sobre todo, de la intolerancia de los sectores sociales hacia nuestro trabajo. Y termino con otra historia.

Escena 3: Mañana de cuartel
Tras el amago de Guerra Civil de “enero negro” de 2007 en Cochabamba, un episodio de inflexión para el periodismo local, por los hechos de violencia de los que fueron víctimas los reporteros, la reacción del gremio no sólo se expresó en discusiones, en reclamos airados o en marchas en defensa de la libertad de prensa, sino en un hecho más llamativo: la organización de cursos para corresponsales de guerra en los que participaron el grueso de los reporteros locales.
Mi renuencia principista al cuartel me repelió del curso, al punto que antepuse el trabajo en turno de fin de semana al entrenamiento militar. Pero, a la postre, recalé en el Centro de Instrucción de Tropas Especiales (CITE) en el que se desarrollaba el curso, aunque no para sumarme al entrenamiento, sino para preparar una nota al respecto. Así descubrí entre algunos colegas que, además del compañerismo y la aventura, la razón principal que les llevó a inscribirse al curso fue la preparación ante eventuales coyunturas de violencia callejera, ante eventuales “eneros negros”.
Pero lo que ninguno de ellos se atrevió a reconocer es que la experiencia sufrida en enero reflejó, en buena medida, el deterioro de la imagen del gremio ante sectores importantes de la opinión pública, que ya no parece ver en nosotros personas serias, sensibles y profesionales, sino mercenarios al servicio del escándalo policial y político. Nadie reparó en la cuota de responsabilidad que nos correspondió para que los hechos se hayan dado como se dieron. Ni un atisbo hubo de mea culpa por haber exacerbado el conflicto de enero, apelando a un sinfín de antogonismos (“campesinos versus citadinos”, “Gobierno versus Prefectura”, “Legalidad versus ilegalidad”, etc.), algunos artificiales y mostrados a veces como irreconciliables, en una operación que –según las investigaciones del Onadem- busca “prolongar el enfrentamiento y se alienta en los espacios destinados al periodismo”.
Entonces, me pregunté como me pregunto ahora: ¿No convendría acaso valorar nuestra conducta cotidiana en la cobertura y difusión de la noticia y nuestro papel en el desarrollo de los conflictos? ¿Hasta dónde es aceptable nuestra inevitable propensión al conflicto como materia prima noticiosa? ¿No estaremos convirtiéndonos en meros agentes de conflicto, despojados de la capacidad para distinguir cuándo el conflicto es una consecuencia natural de los hechos y cuándo un procedimiento planificado y digitado por los medios (las empresas), motivado por intereses que van más allá de lo periodístico y precipitado por nuestras desmedidas acciones? ¿Cuán profesional, creíble, confiable, imparcial y honesto será nuestro trabajo para la sociedad? ¿Continúa guiándonos la vocación por crear certezas en la población o nos interesa más ahogarla en un mar de incertidumbres? ¿Vale la pena rifar la calidad periodística a favor de la dictadura mercantil y política de las empresas mediáticas? ¿Hasta dónde podremos inventar o adaptar impunemente la realidad en función a intereses perversos? ¿O es que queremos nuevos “eneros negros” para seguir despotricando contra todos -menos contra nosotros mismos- , pero sin resolver nada? ¿No sería prudente, además de “armarnos para la guerra” en cursos de corresponsales, conocer cuál es la imagen que tiene la población en torno a nuestro trabajo y, en función a ello, reconducir nuestro comportamiento laboral? …
Creo que recién ahora, con este documento en las manos, he encontrado algunas respuestas. Ojalá que el gremio en su conjunto procure también encontrarlas. Y ojalá que los colegas que las busquen pasen de las páginas del libro que dan cuenta de las agresiones a periodistas y medios, e indaguen en el porqué de estas condenables conductas.
** Periodista, docente universitario. Responsable de la Iniciativa de Comunicación e Investigación de la Fundación UNIR en Cochabmba.

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