Lenguaje
soez, bromas machistas, imágenes sanguinolentas, “pasarelas” de modelos
semi-vestidas, anuncios publicitarios con mujeres-cosa, tensas noticias sobre
violencia criminal, social y política o escenas frecuentes de sexo explícito
forman el repertorio cotidiano de mensajes “envenenados” propalados en espacios
y horarios inapropiados por los medios de difusión e Internet. Y eso, sin duda,
requiere de algún “antídoto”.
Habría que
agregar a la lista, entre otros casos, la revictimización de quienes sufrieron
accidentes, atracos o violaciones, la reiteración morbosa de imágenes captadas
por cámaras de seguridad, la vulneración de la identidad y la intimidad de
víctimas de la delincuencia, la organización espontánea de “ruedas de prensa”
para delincuentes capturados, la
intromisión en vidas privadas, la erotización de las fiestas folclóricas, la
dramatización de los hechos noticiosos, la exposición abusiva de imágenes de
cadáveres o la presentación de la violencia policial, social o política como
forma eficaz de resolución de conflictos.
Así,
sensacionalismo, espectacularización, comercialismo y vulgaridad hallaron lugar
en los mensajes mediáticos y son cultivados con creciente asiduidad. De ahí que
casi no haya película o serie televisiva sin gritos, golpes o armas, que la
crónica roja esté en el menú cotidiano, que presentadoras de TV sean obligadas
a trabajar en minifalda, que las telenovelas rebosen de balazos y prácticas
sexistas o que prolifere en los avisos clasificados la oferta de servicios
sexuales que esconde –o devela– prostitución y trata de personas.
Pero
los medios no tienen toda la culpa; el problema es más complejo. ¿Qué esperar en
una sociedad que tolera y hasta alienta la borrachera adolescente y aun
infantil o que celebra las expresiones procaces en los sitios públicos o el
propio hogar? ¿Qué reclamar en un contexto que no distingue entre autoridad y
poder, que arrastra seculares carencias socioeconómicas o que con la TV global,
la piratería, las “nuevas tecnologías” y
los dispositivos “inteligentes” incrementó los espejos ajenos para ver su
rostro propio e incita a vivir modelos extraños? ¿Qué pedir en un país con baja
inversión en educación, en el que –como
dice un amigo politólogo– se bebe con frenesí dizque para honrar a un santo o
en el que mujeres entonan coplas carnavaleras machistas?
Cargadas
así las tintas, con las excepciones de siempre y con la duda en ciertos
discursos emancipadores, los medios resultan apenas una pieza de un engranaje
mayor, mas no una pieza cualquiera, sino una sumamente significativa por su potencial
llegada a grandes públicos y su incidencia en los imaginarios.
Por
eso es importante tomar debida nota de los recientes cuestionamientos de un
sector de vecinos de El Alto a dos programas televisivos extranjeros –“Los
Simpson” y “12 Corazones”– que expresan un sentimiento de crítica más extendido
acerca de los contenidos mediáticos y demandan una intervención pública más
consistente. Pero, ¿qué se puede hacer hoy si se tiene un reclamo por la carga
de violencia, el lenguaje obsceno o la estigmatización presentes en un mensaje
mediático? La protesta alteña mostró que todavía muy poco.
La Ley (348) Integral para
Garantizar a las Mujeres una Vida Libre de Violencia define a la violencia
mediática como “(…) aquella producida por los medios masivos
de comunicación a través de publicaciones, difusión de mensajes e imágenes estereotipadas
que promueven la sumisión y/o explotación de mujeres, que la injurian, difaman,
discriminan, deshonran, humillan o que atentan contra su dignidad, su nombre y
su imagen” (numeral 4 del Art. 7) y anuncia la creación de un programa
sectorial de comunicación para “deconstruir los estereotipos sexistas y los
roles asignados socialmente a las mujeres, promoviendo la autorregulación de
los medios de comunicación en cuanto a la publicidad que emiten, el uso
irrespetuoso y comercial de la imagen de las mujeres” (numeral 5 del Art. 14), pero
esa norma de marzo de 2013 continúa sin reglamentar.
La
Ley (264) de Seguridad Ciudadana señala que “El Ministerio de Comunicación
regulará los horarios de emisión de programas cuyo contenido tenga violencia explícita”
(numeral III del Cap. III) y agrega en el Art. 70 que “La sociedad civil
organizada ejercerá el control social a todos los medios de comunicación
social, públicos y privados, pudiendo realizar la correspondiente denuncia ante
la Autoridad de Regulación y Fiscalización de Telecomunicaciones y Transportes,
en caso de advertir el incumplimiento de la presente Ley”. Hay que aclarar que
entre las atribuciones del Ministerio de Comunicación no figura la regulación
de horarios de programación, algo que tendría que haber estado en la Ley
General de Telecomunicaciones y Nuevas Tecnologías de Información y
Comunicación, pero que no está, por lo
cual la Autoridad arriba referida, la ATT, tampoco está habilitada para conocer
ese tipo de casos y actuar.
Frente
a ese vacío legal y operativo queda una salida parcial: acudir a las instancias
de vigilancia ética de las organizaciones del periodismo que pueden atender
denuncias relativas al comportamiento periodístico y emitir recomendaciones. El
entretenimiento, la publicidad y la propaganda quedan al margen.
Se
requiere, por tanto, desarrollar una regulación específica a semejanza de la
que rige en muchos países del mundo y que, por ejemplo, establece criterios de
clasificación para contenidos audiovisuales (de TV y cine) y determina horarios
y tipos de salas, define tipos y tiempos de publicidad o constituye
observatorios, defensorías o consejos plurales de comunicación para garantizar
los derechos de las personas en esta materia. Y al mismo tiempo hace falta
potenciar la autorregulación de medios, anunciantes y productores de
contenidos. Es ahí donde se inscribe la propuesta de la ciudadanía mediática, el “antídoto” que aquí se esboza.
Ciudadanía
mediática es que los medios ajusten sus desempeños al respeto pleno de las
personas que hacen parte de sus contenidos y de las que los reciben y usan. Se
trata de que periódicos, revistas, radioemisoras, teledifusoras, salas de
exhibición cinematográfica, periódicos electrónicos, sitios web, blogs y redes
sociales virtuales, cualquiera sea su propiedad, eviten conscientemente atentar
contra la dignidad o la salud mental de sus públicos y de su propio personal,
artistas y fuentes de información.
Con
ella los medios se convierten en espacios efectivos para el ejercicio de la
ciudadanía y consiguen una mayor confianza de la gente que se siente beneficiada
con una labor responsable y útil. Esto, en el nivel ideal, redunda en una sociedad más y mejor
involucrada en los asuntos colectivos.
Los
medios son actores centrales en el espacio público y su conducta debe estar
acorde a ese estatus en el marco del Derecho a la Información y la Comunicación
que Bolivia constitucionalizó desde 2009.
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