Óscar J. Meneses Barrancos[1]
A pesar de que el ejercicio periodístico es comúnmente
relacionado con una celosa actividad profesional cultora de los valores de
responsabilidad, seriedad y equilibrio, para no pocos es desconocido que la
función informativa de los medios de difusión está regida por un sistema
normativo integrado, en buena parte de su corpus,
por criterios relativos al deber ser
del producto final ofertado. Entre tales criterios —comúnmente condensados en
los denominados códigos de ética y, en una especie de simbiosis de pautas
deontológicas y preceptos desprendibles de la naturaleza y características del estilo
periodístico, retomados en los manuales de estilo propios de cada medio— están
aquéllos que se refieren a la práctica sensacionalista y que, aun
explícitamente, se ocupan de su textual proscripción.
En el caso boliviano, como dos ejemplos de tales
explícitos recaudos se pueden citar los siguientes:
Principio
duodécimo del Código de Ética de la Asociación Nacional de la Prensa (ANP):
“Los medios deben evitar el sensacionalismo, porque éste
no es periodismo. Por el contrario, es una forma de manipulación de la
información”[2].
Principio segundo
del Código Nacional de Ética Periodística, del Consejo Nacional de Ética
Periodística (CNÉP):
“[No se debe] Acudir al sensacionalismo ni exhibir en
ningún medio periodístico imágenes de cadáveres, de heridos graves o de
personas en situaciones extremas; de manera morbosa y reiterativa”[3].
En ese sentido, si se deja en claro que el
sensacionalismo “es la modalidad periodística (y discursiva por tanto) que
busca generar sensaciones —no raciocinios— con la información noticiosa”[4]
y que, por ello, entraña “una deformación interesada de la noticia; implica
manipulación y engaño y, por tanto, burla la buena fe del público”[5],
se entiende que el objeto de aquellas previsiones, sobre todo de las
ético-enunciativas, es precautelar la producción de mensajes informativos identificados
con los valores noticia, esto es, equilibrados en su enfoque y estructura
narrativos, próximos en su composición descriptiva y, ante todo, respetuosos en
el tratamiento de los hechos y de sus protagonistas.
Lejos de prestarse a la constatación de una
sobreacentuada susceptibilidad o de un exagerado celo en el cuidado del
producto final destinado al público, tales previsiones, a la sazón y ritmo con
que las noticias van abandonando las mesas de redacción, dejan ampliamente
justificada su razón de ser, incluso —y sin una significativa merma, debe
decirse— en los casos en que los productos noticiosos llevan el sello de los distintivamente
considerados medios “serios”.
Una superficial revisión de lo entregado periódicamente
bajo el rótulo de información “seria, equilibrada y responsable” podría bastar para
corroborar la pertinencia de todo ese cuerpo preventivo: allí donde se busque,
la probabilidad de toparse con seudonoticias, gestadas y formalizadas en
acuerdo con enfoques y estilos transgresores, es preocupantemente alta. No otra
cosa puede decirse luego de constatar que una buena parte de esos productos seudoinformativos está compuesta por mensajes que apelan a la dramatización,
la exageración y la sobreexposición del dolor humano; que otro tanto está
compuesto por narrativas encaminadas hacia el retrato, con morbo, de la
violencia, la inseguridad, el sexo y la privación de los otros, y que en la
restante porción, con frecuencia, la fetichización de la muerte y la espectacularización
de la desgracia ajena son el principal ingrediente de una desenfrenada competencia
por “contar”, “mostrar” y, bajo ciertas circunstancias, incluso “penalizar”.
En torno a este flagrante panorama de banalización de la
información y vedettización de los acontecimientos cabe preguntarse por la
razón que lleva a los medios a apostar, como si no existiera previsión ética contraria
alguna al respecto, por un periodismo ligero, facilón y autocomplaciente. La
respuesta es simple y concluyente: los medios sensacionalistas buscan ganar
audiencias y llenar sus bolsillos. Esto es, detrás de la decantación por la
estimulación extrema a costa de la veracidad y de la preferencia de narrativas
de acción en lugar de construcciones críticas está la desequilibrante
preponderancia de un insaciable afán de lucro, afán que, dado el medio
mercantilizante en el que se cultiva a diario, es incompatible con la visión y
ejercicio de un periodismo sobrio, respetuoso, competitivo y autorregulado.
A modo de réplica, desde la otra vereda se podrá argumentar
que, en la vida real, muchas cosas no siempre son como deben ser —o como se
quisiera que fueran—, sino como conviene que sean. Esa forma de pensar,
coincidente con la asunción de que el secreto del periodismo que vende radica
en saber tomar partido a la hora de decidirse o por la calidad o la sobrevivencia
—como si, por otra parte, ambas cosas fuesen irremediablemente excluyentes—, probablemente
encuentre cierta validación práctica a la hora de hacer números. Sin embargo, si
se hace abstracción de toda obviedad aritmética y se ponen paños fríos a los
desbocados aprontes por constatar eventuales ganancias por concepto de ventas
directas y/o publicidad, queda, como telón de fondo inocultable, el campo de la
comunicación y de los derechos de las personas a ser bien informadas.
En ese terreno, representado por los hasta hace algún
tiempo denominados Derechos de la comunicación y hoy escenificado por el
todavía en proceso de configuración Derecho a la Información y la Comunicación (DIC),
no hay lugar para comportamientos funcionales a priorizaciones economicistas.
Al igual que lo que sucede en el campo de la ética, las transgresiones en éste
equivalen a un frontal y abierto desprecio por los alcances de un periodismo
hecho en serio.
En esta particular materia, afín a previsiones
fundamentales para garantizar una convivencia ciudadana democrática y respetuosa
de los derechos fundamentales de las personas, el periodismo sensacionalista entra
en colisión directa con al menos tres principios en los que se asienta el DIC,
a saber[6]:
Respeto a la intimidad (el sensacionalismo no protege la
dignidad, la vida privada ni la reputación de las personas).
Interés público (el sensacionalismo no parte del fundamento de que lo
transmitido debe pertenecer, preocupar afectar y/o favorecer al conjunto de la colectividad).
Protección de derechos (el sensacionalismo transgrede la
garantía de vigencia y ejercicio de los derechos establecidos en las normas
legales nacionales y convenios internacionales).
Así vistas las cosas, es clara la urgencia que hay de recuperar
—idealmente por la vía de un debate franco y sin innecesarios atrincheramientos—
un periodismo de calidad, capaz de sopesar conscientemente y sin dobles
discursos la importancia de ofrecer unos productos respetuosos de las normas
éticas y con un enfoque de derechos, de tal manera que en la convergencia de
ambos se pueda dejar de usar a la información como una mercancía más y se la
vea finalmente como lo que es, un preciado bien público.
Referencias
ASOCIACIÓN NACIONAL DE LA PRENSA (2007) Código de ética de la ANP. Disponible
en: http://www.anpbolivia.com/index.php?option=com_content&task=blogcategory&id=21&Itemid=34.
(Fecha de consulta: 21-03-2013)
BELTRÁN, Luis R. (2005). Sensacionalismo:
lacra del lucro. Disponible en http://www.cdechamps-lycee-delacroix.fr/IMG/pdf/Sensacionalismo_Lacra_del_lucro.pdf.
(Fecha de consulta:
20-03-2013).
CONFEDERACIÓN
SINDICAL DE TRABAJADORES DE LA PRENSA DE BOLIVIA (2010) Legislación y Principios del periodismo. A. Oporto Impr. La Paz.
FUNDACIÓN UNIR BOLIVIA y OBSERVATORIO NACIONAL DE MEDIOS (2012) Información y Comunicación, Un derecho
integral. Impr. Weinberg S.R.L. La Paz.
TORRICO, Erick
(2002). El sensacionalismo, Algunos
elementos para su comprensión y análisis. Disponible en http://www.saladeprensa.org/art374.htm#3.
(Fecha de consulta:
21-03-2013).
No hay comentarios:
Publicar un comentario